Nos avisaron diez minutos antes
de la hora. Ya estábamos en el plató pintados como puertas, a la
espera de la presunta nueva estrella de la canción ligera. Mi compañera y yo
mirábamos con insistencia el reloj que colgaba, damoclesianamente, sobre nuestras
cabezas.
No iba a llegar. La cadena había
invertido millones en él y en sus gorgoritos; en sus rizos y sus lloros.
Teníamos un programa de cuatro horas en directo para promocionar su disco, tan
prescindible como redondo, y no iba a llegar.
Teníamos menos de diez minutos
para encontrar un sustituto capaz de
llenar los más de doscientos huecos del reloj de banalidades, estereotipos,
canciones olvidables y coreografías cárnicas. Resoplábamos, nerviosos, hasta
que a mi recauchutada y oxigenada compañera se le ocurrió una idea. Cogió un
libro, contó hasta la página treinta y cinco – dos veces – y señaló una línea.
“Aquí”, sonrió triunfante. El productor, el realizador y yo intercambiamos
tiernas miradas de horror. La nívea frente de la platina chiquilla se iluminó. “¿Y
por qué no? También es famoso, ¿no?” Su voz aguda como rata pisada se nos
clavó en el conocimiento, y le dijimos que de acuerdo.
El programa abrió con una frase
que perdurará en la memoria televisiva del mundo entero: “A Felipe II le
encantaba coleccionar pedacitos de santos…”